



En la orilla del mar, justo donde la arena húmeda besa el último suspiro de cada ola, cuatro tablas de surf se alzan como testigos silenciosos del paso del tiempo.
Cada una, con sus cicatrices, sus rayas, sus colores, ha vivido cientos de amaneceres, de caídas, de risas y de intentos. Son más que simples objetos: son metáforas de una vida que, como el océano, nunca deja de moverse.
Surfear no es solo un deporte. Es una forma de entender la vida.
A veces, las olas se alzan gigantes y amenazantes, como los problemas que nos sacuden sin previo aviso. Nos revuelcan, nos hunden, nos roban el aliento. Pero cada vez que salimos a flote, aprendemos. Aprendemos que no se trata de evitar la tormenta, sino de encontrar el equilibrio en medio de ella.
Otras veces, el mar está en calma. Entonces, remamos con paciencia, esperando esa ola perfecta, esa oportunidad que nos eleva por unos segundos y nos recuerda cómo se siente volar. Porque la felicidad no es permanente, pero sí real. Está en esos instantes fugaces sobre la cresta, cuando todo cobra sentido y nos sentimos invencibles.
Las tablas en la imagen podrían ser las nuestras: cada una representa una etapa, un intento, una versión de nosotros mismos. Están juntas, apoyadas unas contra otras, como lo estamos con quienes nos acompañan en este viaje. Porque surfear la vida también es saber que no estamos solos en la orilla.
Así es vivir: caer, levantarse, remar, esperar, reír… y volver a intentarlo.
Y si alguna vez sientes que no puedes más, recuerda esto: incluso la ola más fuerte termina rompiendo en la arena. Recuerda: cada caída es solo el inicio de un nuevo intento sobre la próxima ola.