



Amanecía. El mar, aún somnoliento, lamía la orilla en silencio. Ella caminaba sola, dejando huellas frescas sobre la arena húmeda. No miraba atrás. No porque no hubiese dolor, sino porque ya había entendido que cargar con lo que pesa no te hace más fuerte, solo más lenta.
Durante años vivió con el miedo de decepcionar, de ser demasiado, de ser poco, de ser libre. Calló para no incomodar, se quedó para no romper, aguantó para no molestar. Hasta que un día, sin aplausos ni testigos, decidió marcharse.
No fue una huida, fue un regreso. A ella. A sus silencios, a sus ganas, a su paz.
Caminar sola no era tristeza, era valentía. Cada paso era una decisión, una cicatriz que se cerraba, un “ya no más” que se volvía fuerza. Entendió que soltar no es fracaso, que irse no es egoísmo, y que elegirte a ti misma es el acto más revolucionario que una mujer puede hacer.
Porque no se trata de llegar lejos, sino de llegar limpia. Ligera. Libre.
Si alguna vez dudas, mira tus huellas. Cada una grita: "Estoy aquí, y esta vez, para mí".