



Aquel día, Clara y Julia decidieron que no había prisa. Dejaron el reloj en casa, se pusieron ropa cómoda y salieron en bicicleta sin rumbo fijo. El campo estaba cubierto de trigo dorado que se mecía con el viento, como si también él quisiera salir a pasear.
Mientras pedaleaban, el aire les alborotaba el pelo y la risa les salía fácil, como cuando eran niñas. No hablaban mucho, no hacía falta. A veces, la amistad más profunda se dice en silencios compartidos y en miradas que entienden más que mil palabras.
Julia, con su vestido rojo ondeando, se volvió hacia Clara y dijo:
—¿Te acuerdas cuando soñábamos con vivir en una casita cerca del mar?
—Todavía podemos hacerlo —respondió Clara, sonriendo con los ojos.
Ambas miraron hacia el horizonte, donde un pueblo costero se asomaba entre nubes de algodón y tejados rojos. Era como si la vida les estuviera diciendo: “Sí, aún pueden”.
Aquel paseo no fue solo un paseo. Fue un recordatorio de lo que realmente importa: los momentos simples, los sueños compartidos, y las personas que nos hacen sentir libres, incluso cuando el mundo nos pesa.
A veces, lo único que necesitamos es a una amiga que pedalee a nuestro lado y nos recuerde que todavía hay caminos por descubrir. Porque la felicidad no siempre está al final del camino; muchas veces va justo al lado, pedaleando contigo.
Y tú, ¿con quién compartirías tu próximo paseo sin rumbo?